El país real y los enemigos imaginarios
Por el Abogado Cesar Concha
Hay momentos en que una sociedad parece respirar aliviada, como si hubiese esquivado una amenaza existencial. En redes sociales se observan gestos de angustia transformados en alivio, celebraciones intensas, miradas que transmiten la sensación de haber sido “salvados”. Sin embargo, cuando uno se detiene a mirar con calma, surge una pregunta incómoda: ¿de qué exactamente nos salvamos?
La política contemporánea ha perfeccionado un mecanismo antiguo y eficaz: la construcción de enemigos imaginarios. No se trata de problemas inexistentes, sino de amenazas exageradas, distorsionadas o derechamente ficticias, que permiten ordenar el miedo social y canalizar frustraciones reales hacia un adversario simbólico. Cuando la complejidad abruma, el enemigo imaginario simplifica.
En Chile, el comunismo fue el ejemplo más reciente y visible de este fenómeno. Se instaló la idea de que el país transitaba hacia un abismo ideológico, pese a que Chile no es un país comunista, ni su economía, ni sus instituciones, ni su vida cotidiana lo reflejan. Pero más aún: tampoco la candidatura derrotada representaba un proyecto de gobierno comunista. No proponía abolir la propiedad privada, ni eliminar el mercado, ni imponer una economía planificada. Aun así, la caricatura fue más fuerte que la realidad.
El problema de fondo no es el uso del concepto “comunismo” en sí, sino la necesidad de inventar una amenaza total para evitar una discusión más incómoda: cómo enfrentamos la inseguridad, la precariedad, la desigualdad persistente, el estancamiento de ingresos o la sensación de desorden cotidiano. Es más fácil combatir un fantasma que hacerse cargo de problemas estructurales.
La historia muestra que este mecanismo no es nuevo. En distintos momentos, sociedades completas han sido movilizadas por miedos construidos: el “enemigo interno”, el “otro” que viene a quitar lo propio, la ideología que supuestamente destruirá todo lo conocido. Estos relatos no buscan describir la realidad, sino organizar emociones, generar cohesión por contraste y legitimar decisiones sin pasar por el debate racional.
El riesgo de este camino es profundo. Cuando la política se basa en enemigos imaginarios, se empobrece la democracia. Se reemplaza la deliberación por el eslogan, el dato por la consigna, la evidencia por el miedo. Y, paradójicamente, mientras se celebra la derrota del enemigo ficticio, los problemas reales siguen intactos.
Chile enfrenta desafíos concretos que no se resuelven con exorcismos simbólicos: mejorar la seguridad sin sacrificar derechos, crecer económicamente sin aumentar la desigualdad, fortalecer el Estado sin asfixiar la iniciativa, recuperar la confianza en las instituciones. Ninguno de esos dilemas admite respuestas simples ni relatos épicos de salvación.
Tal vez ha llegado el momento de una política menos emocional y más honesta. Una política que deje de inventar enemigos y empiece a asumir responsabilidades. Porque cuando una sociedad confunde fantasmas con amenazas reales, corre el riesgo de despertar tarde, celebrando victorias imaginarias mientras el país real sigue esperando soluciones.










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